Nunca imaginé que la depresión pudiera colarse en mi vida de forma tan silenciosa y persistente. Al principio, eran solo días malos que atribuía al cansancio o al estrés. Con el tiempo, esos días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses en los que levantarme de la cama era una hazaña. Dejé de contestar mensajes, de salir con amigos y de hacer las cosas que antes me gustaban. Tenía 23 años cuando empecé a notar que me costaba hacer cosas tan básicas como ducharme o cocinar. Pasaba horas tumbada mirando el techo, sin pensar en nada o pensando demasiado. Me decía que era solo una mala racha, pero esa racha nunca parecía terminar.
A medida que la depresión se hacía más fuerte, dejé de cuidar mi casa. La ropa sucia se amontonaba, los platos quedaban días sin lavar y el polvo cubría las superficies. No es que no quisiera limpiarlo, era que simplemente no podía. Mi energía estaba agotada y la idea de ponerme a ordenar parecía imposible. Recuerdo una noche en la que tropecé con una pila de ropa en el pasillo y, en lugar de levantarme, me quedé en el suelo llorando. Sentía que todo se me había escapado de las manos.
El abandono personal y sus consecuencias
La dejadez no solo afectaba mi entorno. Mi aspecto también empezó a deteriorarse. Dejé de cepillarme el pelo con regularidad y, durante semanas, no me miraba al espejo porque no quería enfrentarme a la imagen que veía. La higiene personal se volvió algo lejano. Me decía que no tenía sentido ducharme si no iba a salir de casa. Incluso levantarme de la cama parecía una tarea titánica. La comida tampoco mejoraba las cosas. O bien no comía nada en todo el día o recurría a comida basura. Hubo días en los que cenaba solo patatas fritas o galletas porque era lo más fácil. Mi cuerpo empezó a resentirse. Las ojeras se hicieron parte de mí, la piel se volvió apagada y las dolencias físicas comenzaron a aparecer: dolores de cabeza, fatiga constante y una sensación general de pesadez que no se iba.
Una de las peores consecuencias fue mi salud dental. Pasaron meses sin que me cepillara los dientes. Al principio, intentaba justificarlo diciendo que lo haría más tarde, pero «más tarde» nunca llegaba. Empecé a notar dolor y sensibilidad, pero la vergüenza de acudir al dentista en ese estado me paralizaba. Me repetía que me juzgarían o que pensarían lo peor de mí. Hasta que un día, harta de tanto dolor, busqué información y me animé a pedir cita en la clínica Smile Line, una clínica dental de Madrid.
Llegar hasta allí fue todo un reto. Recuerdo que, al entrar, las manos me temblaban y sentía un nudo en la garganta. Me planteé darme la vuelta más de una vez mientras esperaba en la sala. Pero el trato fue sorprendentemente cálido. Me escucharon sin juzgarme, me ofrecieron agua para calmarme y me explicaron paso a paso lo que harían. Aquello fue un alivio enorme. Saber que había profesionales que entendían mi situación y me trataban con paciencia me devolvió parte de la confianza perdida.
Durante las sesiones, hubo momentos en los que me emocioné. No era solo arreglar mis dientes; era enfrentarme a algo que había evitado durante tanto tiempo y darme cuenta de que merecía recibir ayuda. Cada vez que salía de la clínica, sentía que había logrado una pequeña victoria personal. No fue solo un tratamiento dental; fue un paso fundamental para empezar a cuidarme de nuevo y reconocer que pedir ayuda no era un signo de debilidad, sino de valentía.
Cómo empecé a salir del pozo
Superar la depresión no fue cuestión de un día ni de una sola decisión. Fue un proceso lento, con avances y retrocesos. Uno de los primeros pasos fue hablar con una amiga de la infancia, Laura, a quien no veía hacía años. Me armé de valor y le escribí. Su respuesta fue tan cálida que me hizo llorar. Quedamos para tomar un café. Me costó salir de casa esa mañana, pero verla me recordó lo bien que se siente tener a alguien con quien hablar. Esa charla fue el inicio de pequeños cambios. Hablamos durante horas, compartiendo recuerdos y poniéndonos al día. Salí de ese encuentro con una sensación de alivio que hacía tiempo que no experimentaba, como si hubiera recuperado un pedacito de mi vida de antes.
Decidí también buscar ayuda profesional. Empecé terapia y, aunque al principio me costaba abrirme, poco a poco fui encontrando un espacio seguro donde expresarme. La terapeuta me sugirió pequeñas metas diarias: abrir las ventanas por la mañana, dar un paseo corto o preparar una comida casera. Al principio, esas metas me parecían gigantescas, pero con el tiempo se hicieron más manejables. Recuerdo una sesión en la que lloré simplemente por haber conseguido vestirme y salir a comprar el pan. Puede parecer insignificante para otros, pero para mí fue todo un logro. Empecé a llevar un pequeño cuaderno donde anotaba mis avances. Ver escrito «Hoy salí a la calle» o «Preparé mi comida favorita» me daba motivación para seguir.
Un día, mientras recogía la cocina, me di cuenta de que llevaba una semana entera cumpliendo esas pequeñas metas. Era la primera vez en años que sentía un atisbo de orgullo. Aproveché esa energía y organicé mi casa poco a poco. Tiré cosas que ya no me servían, doné ropa que llevaba años sin usar y compré algunas plantas para alegrar el ambiente. No era solo limpiar, era recuperar el control sobre mi vida. Cada pequeño cambio en mi entorno se reflejaba en cómo me sentía por dentro. Incluso comencé a poner música mientras ordenaba, descubriendo que algunas canciones me levantaban el ánimo más de lo que imaginaba.
En el camino también tuve recaídas. Hubo días en los que volví a quedarme en la cama sin fuerzas. Pero lo importante fue no rendirme. Me repetía que un mal día no borra los avances conseguidos. Laura seguía siendo un gran apoyo. Recuerdo una tarde en la que me invitó a dar un paseo por el parque. No quería ir, pero accedí. Caminamos despacio, hablamos de cosas sencillas y, por primera vez en mucho tiempo, me reí de algo sin forzarme. Después de ese paseo, ella me propuso apuntarnos a un taller de cerámica. Dudé al principio, pero acepté. Resultó ser una de las mejores decisiones que tomé. Moldear el barro me ayudaba a centrarme en el presente, y compartir risas con los demás asistentes me hizo sentir parte de algo otra vez. Poco a poco, esas actividades se convirtieron en pequeños pilares que sostenían mis ganas de seguir adelante.
El valor de rodearte de buenos profesionales
Uno de los aprendizajes más importantes de este proceso fue dar con profesionales que entendieran mi situación sin juzgarme. La experiencia en la clínica dental fue un ejemplo de ello. Recuerdo que, tras la primera visita, me llamaron para preguntar cómo me sentía. Ese gesto, aunque pequeño, me conmovió profundamente. Sentí que no era solo un número más. Que se preocuparan por mí marcó la diferencia.
También la terapeuta que elegí supo cómo acompañarme sin presionarme. Cada sesión era un espacio donde podía llorar, desahogarme o simplemente estar en silencio si lo necesitaba. Me ayudó a entender que no debía exigirme demasiado y que celebrar cada pequeño logro era esencial.
Si estás pasando por algo similar, quiero decirte que es fundamental encontrar a personas que te escuchen y te entiendan. No estás solo y mereces recibir un trato digno y paciente. Salir de la zona de confort para pedir ayuda es aterrador, pero dar con profesionales empáticos puede hacer que ese paso sea mucho más llevadero.
Recuperando mi vida poco a poco
Hoy, a mis 30 años, puedo decir que las cosas han mejorado mucho. No siempre es perfecto. Hay días en los que me siento vulnerable, pero la diferencia es que ahora tengo herramientas para afrontarlo. Mi casa ya no es ese espacio desordenado y oscuro de antes. Es un lugar donde puedo respirar y sentirme en paz.
Sigo en contacto con Laura y con algunos otros amigos a los que me atreví a escribir. Me apunté a un taller de cerámica y, aunque me daba miedo no encajar, terminé disfrutando mucho. Incluso he empezado a salir a caminar por las mañanas. Son hábitos que antes me parecían imposibles.
Lo más importante es que he aprendido a ser paciente conmigo misma. No pasa nada si algún día no cumplo con todo lo que me propongo. Lo esencial es no rendirme. Y tú tampoco deberías hacerlo. Si te reconoces en alguna de estas palabras, quiero que sepas que pedir ayuda no es signo de debilidad, sino de valentía. La depresión puede ser cruel, pero no define quién eres ni te condena a estar siempre mal.
Este camino no lo recorrí sola y tú tampoco tienes que hacerlo. Rodéate de personas que te quieran bien, busca profesionales que te escuchen y, sobre todo, no te castigues por tener días difíciles. Poco a poco, con pasos pequeños pero firmes, se puede salir adelante. Si yo lo logré, tú también puedes hacerlo.